Por: Antonio Conde.
Recuerdo aquellos felices días de mi tardío y solitario amor adolescente.
Mi bella flaquita morena y yo subíamos al cerro "El Ávila",el mejor escenario para dar rienda suelta a esos momentos de caricias que parecen no tener fin. Dado lo bien que lo pasábamos allá arriba, nos hicimos asiduos visitantes. Nuestro punto de llegada era “La Zamurera”, y cuando teníamos menos flojera “Los Venados”, que era una zona mas atractiva y cómoda, pero copiando letra de Yordano: "Si estoy contigo que importa el lugar". Ya pasado nuestro noviazgo y estrellados en el matrimonio, uno se veía obligado a buscar casa, lejos del cerro, lejos de la placita de Candelaria, lejos de los cines, lejos de esta ciudad donde hasta el clima es mas tolerable. Pocos años duro nuestro amor y algunos más nuestro matrimonio. Una vez disuelto este volvimos a nuestra ciudad. Los primeros años no me atrevía a subir al cerro. Tenía cierto temor a la tristeza al pasar por el riachuelo aquel donde por primera vez se imprimió en mi mente su figura. O en Los Venados al recordar la frescura de nuestros primeros besos y que se yo tantos recuerdos vividos en ese nuestro mar vegetal.
Pero, bueno, como sea volví a caminar por sus caminos de tierra y hojarasca. La tristeza se adueñaba de mi, pero surgió una idea que me ayudaba a superar la separación: "Los amores vividos en este cerro no desaparecen, si algún miembro de la pareja o los dos fallecen o la pareja se separa, estos amores se transforman en espíritus que vuelven al cerro a vivir y revivir ese sentimiento.”
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