Aparte de ser de la Tercera Edad, también están “en tercera” porque con cualquier “rolincito” anotan en el indeseable “home” de la muerte. O sea, sólo tienen presente. Y es tan cortico que nadie les apuesta al mañana.
En el Metro, en el ferrocarril y en la calle, sobre todo en esta última, libran una dura batalla. A veces se ocultan detrás de alguien de mediana edad y le piden que le saque la mano al conductor. El vehículo se detiene, el viejito sube a la unidad y ¡zaz! se realiza la “misión solidaridad”, mientras el transportista descarga su furia pisando a fondo el acelerador.
En el sector La Estrella, en Charallave, ganaron una. A 50 metros de la parada, el alcalde ordenó colocar policías acostados. Allí, inevitablemente, los conductores tienen que reducir la velocidad y permitirles que suban.
La idea no fue para favorecer a los “abuelitos”, pero igual éstos la celebran, porque también beneficia a los que no pueden correr: artríticos, invidentes y discapacitados, quienes dependen de que el conductor piense, -cosa bastante difícil- que algún día llegará a esa edad y les haga un “favor”, el cual, como sabemos, no es tal, pues su derecho es ley, por lo tanto las gracias están demás.
Según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), en 10 años la población laboral activa permaneció casi estancada (22,4%) y la Tercera Edad creció más del doble (42,5%). ¿Convivencia forzosa? Quien sabe. Pero al menos es un buen motivo para preguntarse: ¿El delito de los adultos mayores es “carecer de futuro”? Si es así, tal vez haya una explicación. No lo tienen porque todo lo invirtieron, precisamente, en el futuro de esa generación de discriminadores en cuatro ruedas que hoy, indolentemente, pisa la chola cuando los ve.
Y he aquí una pregunta que sí tiene futuro: ¿Podrá el Estado ponerle el cascabel a ese gato?
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