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domingo, 27 de junio de 2010

VELORIOS DE ANGELITOS


Mi madre era oriunda de Barlovento, zona costera venezolana caracterizada por haberse asentado en la misma un número  bastante nutrido de esclavos africanos al ser liberados y (algo de lo que me enteré recién) que recibió en sí esclavos escapados de territorios insulares relativamente cercanos
Mi madre misma era fiel reflejo de ese mestizaje que con el correr del tiempo se fue dando en esta tierra: su padre era blanco, español, nacido en las Islas Canarias. Su madre era de piel bien oscura, pero hija de una india que mi mamá recordaba como “muy buena, bajitica, con el cabello lacio larguísimo, hasta los tobillos”. Entonces en mi madre se conjugaban de “cerquitica” las tres razas: india, negra y blanca que han dado origen al color “café con leche” de la gran mayoría de los venezolanos. (Unos con algo más de café, otros con algo más de leche).
Pero en Barlovento, como en el resto del país, no solo se combinaron los genes para matizar el color de la piel sino que, además, se combinaron las tres culturas  y se fueron integrando para erigir una cultura única pero con muchas facetas y manifestaciones diferentes.
De sus narraciones, que poco a poco iré compartiendo desde acá, recuerdo en particular la de los “Velorios de Angelitos”.
Me contaba mamá que allá en Caucagua, su pueblo natal, al morir un niño se decía que “había muerto un angelito” y su velorio era muy diferente al del adulto:
La urna o ataud era de color blanco. Al niño se le colocaban unas alitas blancas y se le mantenían los ojos abiertos separando sus párpados con palillos (mondadientes) para que “pudiera ver el rostro de Dios”.
En el velorio se “montaba” un baile cuya apertura la marcaban la madre y el padrino de bautizo bailando la primera pieza.
En adelante se desarrollaba como cualquier otra fiesta: baile, bebidas, comidas.
Cuando la familia del bebé o niño fallecido era muy pobre como para tener con qué “montar el baile” siempre había alguna familia adinerada o “acomodada” quien les compraba el niño para montar el baile en su casa.
 Si tal familia tenía suficientes recursos como para tener una fiesta de tres días con todo el gasto que esto implicaba, antes de introducir el cadáver en el ataud lo sancochaban para que resistiera más tiempo sin descomponerse y así tener asegurados los tres días de baile, ya que esta fiesta, lógicamente, concluía con el entierro del difunto.
La primera vez que escuché esta narración me pareció el hecho algo bárbaro, pero con el correr del tiempo lo veo como lo que fue en su momento: una manifestación de una cultura diferente que luchó por no desaparecer y dejar su huella en una tierra a la cual fue traída a la fuerza y en la que no sólo sufrió y derramó lágrimas y sangre sino donde también amó y vivió momentos de alegría.

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